Al alba, en la vega de Beteta, el río Guadiela deslizaba reflejos de plata bajo un cielo lácteo. Rosa hundía sus botas en el fango suave mientras contemplaba las hileras de varas erguidas, verdes como susurros de vida. El murmullo del agua llenaba el aire de humedad y promesas de cosecha excelsa.
Con el filo preciso de su hoz, despuntaba brotes rezagados y abría claros entre los tallos. Liberaba espacio para que cada vara aspirara luz y respirara la brisa matutina. Mientras guiaba la corriente de agua por los surcos de barro, el aroma terroso ascendía en un perfume de savia y esperanza.
En el momento exacto, cuando la fibra crujía con tensión, cortaba varas robustas y las agrupaba en gavillas. Sumergía cada manojo en la corriente del río, dejando que el agua purificase el polvo y activase la fuerza interna de cada tallo.
Con las gavillas al hombro y el sol despuntando, llevaba consigo el pulso vivo de la tierra y la humedad persistente en la piel. En ese vaivén de barro y agua, el cultivo del mimbre recobraba su ritmo ancestral.
Costampla
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