A Merce

Hoy el cielo ha ganado una estrella, pero la tierra ha perdido una sonrisa que jamás se apagaba.  Merce, hija de los bosques, nacida entre los susurros de los pinos de la serranía, ha partido demasiado pronto, dejando tras de sí un rastro de ternura, coraje y dignidad que ni el tiempo podrá borrar.

Tu vida, Merce, fue un canto de servicio silencioso. En la residencia tutelada de mayores, fuiste faro para quienes ya caminaban despacio, consuelo para las almas cansadas, y abrigo para los corazones que temblaban.  Nunca te faltó la alegría, ni siquiera cuando la vida te golpeó con la rudeza de quien no sabe a quién se enfrenta.  Tú, con tu sonrisa invencible, convertías cada herida en una flor, cada lágrima en un gesto de amor.

Hija del monte, llevabas en la sangre el respeto por lo esencial, por lo que no se ve pero sostiene: las raíces, la tierra, el silencio del amanecer.  Tus descendientes, pequeños soles que orbitaban tu corazón, heredarán tu dulzura, tu fuerza, y ese modo tan tuyo de mirar la vida con esperanza, incluso cuando el horizonte se nublaba.

Hoy lloramos tu ausencia, pero también celebramos tu existencia.  Porque vivir como tú viviste —con entrega, con alegría, con una generosidad que no pedía nada a cambio— es dejar una huella imborrable en quienes tuvimos la fortuna de conocerte.

Que el viento de Beteta lleve nuestro suspiro hasta donde estés. Que los árboles que te vieron crecer susurren tu nombre cada primavera. Y que tu memoria sea semilla de bondad en todos los que te amaron.

Descansa, Merce, en la paz que mereces. Aquí, en este rincón del mundo que tanto cuidaste, tu luz sigue viva.

Con eterna admiración, para quien llevo en el alma


+Merce. 02/09/2025

Costampla


PERTENENCIA Y NATURALEZA SERRANA

Hay pueblos que no eligen el sitio, sino el pulso.  Beteta eligió el rumor del agua y el filo de la piedra.  Se alzó, como quien toma aire antes de zambullirse, sobre un pedestal rocoso, y desde entonces mira al mundo con ojos de cumbres: limpios, hondos, atentos a lo que pasa y a lo que regresa.  Cuando uno llega, no entra: se sintoniza, como si la urbe llevara siglos diciendo “acércate despacio y disfruta”.

Se habla de “Beteta y sus Siete Villas” y suena a campanas que responden desde distintos barrancos.  Paisanos que abren surcos en la memoria, que despliegan alas de pájaro al amanecer, que centellean como escarcha bordada en un prado… Cada uno  trae su oficio, un gesto, una forma de doblar el día, y juntos cosechan memoria sin pretender poseerla.

En El Tobar, un ojo de agua se abre al cielo: la laguna suspende el vuelo de las rapaces y conserva en su fondo el murmullo de pescadores en un entorno multicolor de cromas imposibles.

En Valsalobre, el río que le da nombre murmura leyendas de trashumancia.  Sus aguas cristalinas delinean antiguos caminos y nutren los pastos que alimentaron rebaños. 

La Cueva del Hierro cuelga sus angostas oquedades sobre el escarpe: aquí el rojo óxido recuerda las vetas extraídas por romanos y las estalactitas y estalagmitas esculpen un bestiario pétreo que late con el pulso de la tierra.

Masegosa se enciende en jara, tomillo y cantueso: la colina perfuma el aire entre pinares y brezo, y su pulso lento invita a crecer al ritmo de sus desniveles.

Lagunaseca duerme un sueño intermitente: en sus torcas el agua surge y desaparece según el temperamento de las estaciones, un susurro fantasma que renace con el rocío otoñal.

Santa María del Val se despliega sobre el valle que le da nombre.  Sus muros de caliza cobijan el silencio y las voces diminutas que se llaman desde los balcones entornados.

Valtablado, antaño anfiteatro natural de piedra, yace hoy en ruinas: muros carcomidos y balcones huecos son el poema silente de un poblado abandonado, donde sólo el viento y el corazón de descendientes, recuerda el pulso de sus gentes.

Beteta surge en un promontorio de roca, un secreto sostenido entre pinares. Sus callejuelas estrechas se enredan junto a muros milenarios, guardando el eco de pasos que atraviesan siglos sin detenerse. En el aire flota el murmullo de historias antiguas, y las casas se apiñan como un latido compartido bajo el crujir de las tejas al alba.

Esas siete villas son dedos de la misma mano que acaricia la serranía. Cada pueblo suma su hilo al tapiz común, tejiendo un pacto de pertenecer sin poseer, donde la vida, como el paisaje, se aprende repitiéndola.

En la vega de Beteta, el mimbre es la caligrafía del suelo, un alfabeto de brotes que aspira al sol.  Lo ves en los sotos junto al cauce: hileras de esquejes sumergidos en tierra húmeda, listos para encender raíces.  A primera hora, un labrador recorre las líneas verdes, palpa la firmeza de cada vara, mide su tiro con la precisión de un topógrafo. Entre surcos, ajusta el caudal del riego, repasa las podas que liberen el viento y encaminen la savia hacia lo alto. El aire huele a rebrote y a tierra húmeda, y en cada retoño se lee el pulso de las estaciones. La paciencia impone su ritmo: cortar en enero varas rígidas, sembrar en primavera aliento nuevo, y vigilarlas en verano para que crezcan tensas y flexibles. Cultivar el mimbre en Beteta es escuchar cómo el agua conversa con la raíz. Cada fronda es un verso que alienta al río: “te sigo”; y un susurro al monte: “tus laderas me sustentan”. Así el campo, sin tejer, aprende a hablar con la tierra.

Saliendo de la vega, camino de La Alcarria, La Hoz de Beteta abre sus paredes como dos páginas de piedra donde el agua escribe sin prisa.  Allí el aire desciende más frío aunque sea verano, y el eco se entretiene repitiéndose sin fin.  Si alzas la vista, buitres leonados describen círculos lentos, como quien retira un velo para dejar colar la luz.  La roca guarda siluetas de animales que nadie ha visto, figuras esculpidas por la erosión con la paciencia feroz de los elementos.

Caminas y el suelo muda su canto: grava suelta bajo los pies, hojarasca crujiente y raíces anudadas al musgo.  Al doblar una curva, el río se vuelve espejo y refleja con sencillez que todo fluye y nada permanece.  Los pinos se aferran al borde de los riscos, y en cada sombra el musgo susurra su propia canción.  En ese templo de silencio, el alma recupera la hondura que ya llevaba dentro.

Surge en el corazón de La Hoz, el alivio húmedo de la Fuente de los Tilos, donde la penumbra verde no se apaga ni en la hora más alta.  Hojas grandes se alzan como manos benévolas, y las gotas que caen al bebedero abren anillos diminutos en la piedra.

Te acercas, embebido en tonos minerales, en música baja de raíces y piedras.  Los tilos custodian historias en flor: primeros besos pronunciados en secreto, niños que aprendieron que el agua sabe distinto tras una carrera, ancianos que miden el paso del tiempo en los anillos de la madera.  Alguien talló unas iniciales y, lejos de herir, esas letras calladas acarician el orgullo suave de haber existido juntos un instante.

Hay rapaces de paciencia infinita que se quedan colgadas al borde del aliento cálido de la tierra, como meditando, ciervos que campan a sus anchas, setas que empujan la hojarasca con la humildad de un milagro cotidiano, flores sin nombre que iluminan cunetas como si un pintor nocturno hubiera decidido firmar el camino con puntos de color.  Y están los tilos, los sabinares, los pinares que guardan el perfume de las resinas para las manos de quien pasa.  En ese catálogo discreto, la gente de la sierra recita sin saberlo una letanía de gratitudes: gracias por la sombra, gracias por la leña, gracias por el refugio.

Pero volvamos al pueblo y acerquémonos al Castillo de Rochafría.  Se sube al mismo como se afronta un secreto: con respeto, con curiosidad y sabiendo que no se volverá igual.  Las piedras no son ruinas: son una gramática.  Dicen desde dónde se vigilaba, a qué distancia se distinguían los cascos, dónde se dormía con un ojo abierto.

El aire, arriba, tiene un sabor pétreo y una alegría seca; despeina las ideas y te pone los pies en su sitio.  Se mira la villa desde lo alto y es un puñado de tejados, un orden domado por el tiempo, una rosa de calles que florece sin pedir permiso.  Allí, con el cuerpo orientado hacia cualquier dirección, uno escucha la musicalidad del viento pasando.  Hay quien sube para fotos; otros, para recordarse frágiles.  Lo que queda de la fortaleza no pretende imponerse; apenas señala un consejo: “venías de lejos; ahora ya sabes dónde quedarte”.

Bajar del castillo y entrar en la iglesia tiene el mismo gesto que quitarse el sombrero.  La llaman Catedral de la Serranía: no por tamaño, sino por dignidad.  Es un cobijo de piedra bien hecha, una sombra que no aplasta, una acústica que sostiene la voz.  El retablo te mira con sus dorados viejos, los santos tienen esa serenidad de los que han aprendido a ser escuchados sin alzar la voz.  La pila —cuánto bautismo de invierno, cuánta vela— ha visto dedos temblorosos y promesas, y también lágrimas que caen con un rumor parecido al de la fuente.  No es solo templo: es un reloj que marca horas particulares: bodas que tienden puentes, funerales que los cruzan, tardes de Corpus en las que el aire huele a romero y a pan.  Y, en el corazón callado del templo, una presencia que no necesita explicación.

Se trata de la Virgen de la Rosa, patrona del pueblo que pasa temporadas a caballo entre la iglesia y su ermita en la vega.  No es solo patrona: es esa criatura de luz que organiza el calendario sentimental de la villa.  A ella se la viste con un cariño que tiene nada de rito y todo de hogar; a ella se le confía lo que duele, lo que aún no llega, lo que se teme. 

Hay días en que la imagen desciende la calle como si el pueblo entero fuera un río a su paso.  Las abuelas guardan pañuelos que ya son reliquias, los niños aprenden a marchar al ritmo de los mayores, los ojos brillan un poco antes de cada canto hacia ella.  No se exige fe para ver el fenómeno: basta estar.  La rosa, en ese rostro, no pincha; acoge.  En torno a ella, el pueblo se cuenta a sí mismo sin perderse una coma: quién se fue, quién nació, quién regresa al verano, quién tuvo suerte en el campo, quién necesita un abrazo. Es extraño —y no tanto— cómo un nombre puede reunir tantas habitaciones de la memoria en un mismo cuarto.

La plaza es un círculo de costumbres.  A media mañana, la luz se tiende bajo los soportales como un gato que confía.  Huele a pan y a leña, a vino que respira sus minutos antes del almuerzo.  Un chiquillo pasa con una bicicleta demasiado grande, pero le sobra voluntad; una mujer barre migas que el viento todavía anda releyendo; dos hombres se paran a discutir si el agua bajaba más fuerte en tal año o en tal otro, con esa seguridad de cifras invisibles que solo tienen quienes han visto el mismo lugar bajo cien cielos distintos.

Hay en Beteta una terquedad de agua.  No un río solo: muchos cauces, muchas venas. Y, sin embargo, cuando abres la mano en cualquiera de ellos, aparece la misma moneda: frescor, fertilidad, sosiego. Por eso los prados saben guardar la primavera más tiempo del que permitiría el calendario, por eso los chopos se ponen de acuerdo sin gritar, por eso el verde se quedaría a vivir en los umbrales si el invierno le diera permiso. Cuando el verano es fuerte, el rumor continúa en las acequias; cuando el invierno aprieta, los arroyos dibujan su costilla de cristal.  El agua no se va: cambia de ropa.

“Capital de la Serranía” se dice en Beteta con una mezcla de orgullo y responsabilidad. No es título de programa: es un contrato.  Significa que cuando el tiempo aprieta, aquí se encienden luces; que cuando alguien necesita papeles, aquí hay ventanillas y paciencia; que cuando la fiesta convoca, aquí suena el primer cohete y la última jota.  Ser capital no es mandar, es recibir. Por eso, en ciertos días, el pueblo parece crecer: llegan familiares, vecinos de las villas hermanas, caras que solo se ven dos o tres veces al año y que, sin embargo, guardan en la mirada la suerte de los de casa.  La sierra —esa palabra que vale lo mismo para una herramienta que para una cordillera— encuentra en la villa su punto de equilibrio: la herramienta que corta, la montaña que abraza.

Beteta de noche es otro animal.  Parece morderse la lengua para no decir en voz alta lo hermosa que está.  El cielo, si se libera de la luz de las farolas, baja de golpe; la Vía Láctea se suelta el pelo y los grillos hacen lo que pueden para que no se note el silencio.  En la calle, un gato se queda quieto frente a una sombra como quien recuerda.  Algún bar sigue abierto y las voces tienen la textura de la lana. 

En invierno, el pueblo aprende a recogerse.  La nieve, cuando aparece, le da la razón a las formas: el tejado ha sido pensado por alguien que sabía, la calle se estrecha para cortar el frío, la esquina protege de un viento que fue mapa y ahora es cuchillo.  El humo dibuja estampas sobre la tarde y a nadie le inquieta que el día oscurezca temprano: hay brasas y hay sobremesas; hay cuentos adentro, y el café es una casa dentro de la casa.  En esa estación, el pueblo se mira por dentro y encuentra lo que siempre guarda: su manera de resistir sin dureza, su forma de estar en pie sin perder la cortesía.

En primavera, la plaza se llena de inauguraciones pequeñas.  Una maceta más en algún balcón, un banco recién instalado que promete conversaciones nuevas.  En la vega, el río se permite ciertos excesos, y la hierba, de puro verde, casi lastima los ojos.  Es tiempo de preparar las fiestas como se prepara una casa para una visita querida.  Beteta abre las manos y caben más rostros de los que podría imaginarse en enero. Volver no es regresar: es continuar.

En verano, el tiempo cambia de cadencia y el pueblo se copa de gente.  La siesta parte el día en dos, y en ambos lados la sombra cuenta un relato diferente.  Por la mañana, la Laguna del Tobar y la Hoz ofrecen la caminata limpia y la promesa del agua, que se culmina con unos botellines de cerveza fría al regresar a la villa; por la tarde, vega y castillo brindan su panorama y el color “milagro” con que el sol se despide.  Las noches traen fiesta y tertulias que quizá no cambien la Historia, pero sostienen las historias.

En otoño, el pueblo se quita la prisa del verano como quien se quita un sombrero al entrar en misa.  La luz se vuelve vino blanco, y el aire, cálido de día, se vuelve cuchara al caer la tarde. Las hojas ensayan su despedida sin dramatismo.  Las manos vuelven a tantear los abrigos, y las conversaciones recuperan un tono de profundidad que la estación caliente había suspendido por cortesía.  La sierra baja un punto la voz para que escuchemos mejor.

Si uno quiere conocer de verdad un lugar, dicen, que se fije en las cosas pequeñas.  En Beteta, lo pequeño es capital: el clavo viejo que sigue sosteniendo un arreo, una grieta en el muro que se ha ganado el derecho a quedarse, una puerta que se abre con una llave que pesa más que la cartera.  La mujer que riega los geranios lo hace con un gesto ligeramente ceremonial, el niño que juega a la pelota en la plaza aprende a devolver el saludo, y con ese gesto inaugura una ciudadanía.  Hay higiene moral en el modo de colocar la silla al sol, de guardar silencio en el templo, de levantar la vista y sonreír cuando pasa alguien. Esa buena educación del paisaje y de las personas es una música muy baja que, sin embargo, define la melodía.

Así que sí: Beteta es arte y es naturaleza, pero sobre todo es manera.  Manera de hilar el tiempo, manera de poner el cuerpo en los lugares donde la vida suena mejor, manera de entender el agua como un verbo y la piedra como una promesa.  La Hoz enseña la vertical del asombro; las fuentes y cauces, la horizontal del alivio.  Rochafría recuerda que hubo fronteras y que ahora hay miradores.  La iglesia recoge las voces para que se escuchen unas a otras.  La Virgen de la Rosa enseña que la fe, cuando es de verdad, no divide: convoca.  Y las siete villas, dispersas como estrellas de una constelación serrana, dicen lo mismo con distintas sílabas.

Uno podría resumir así: en Beteta se aprende a pertenecer.  Y pertenecer es esto: cruzar la plaza y que alguien pronuncie tu nombre despacio; subir al castillo y que el horizonte te reconozca; entrar al templo y, sin preguntarte demasiado, saber en qué banco sentarte. 

Es también beber en la fuente y recordar sedes antiguas, mirar la cesta de mimbre y agradecer todos los panes posibles, escuchar a los ancianos y entender que la paciencia es una forma de inteligencia.  Pertenecer, al final, es aceptar que hay un sitio en el mundo que puede llevar tu número de pulso sin confundirse.  Beteta guarda ese sitio con una educación de sierra y una dulzura de valle.  Por eso quien llega y se va vuelve distinto, y quien vuelve, se queda un poco más.  Y el agua, que nunca deja de decir su lección, se empeña en escribirlo todo el tiempo: aquí, aquí, aquí.  Donde la piedra recuerda y la rosa no pincha.  Donde la vida, trenzada, dura.  Donde el rumor es un hogar.

Costampla


MONTE QUEBRADO, PULSO DULCE

 En el umbral de la sierra, donde el tiempo se detiene, Beteta, baluarte pétreo, su silencio sostiene. No es villa de llanura, si bien en sus vegas, campos se extienden, pura esencia de caprichosas tobas, donde los vientos prenden.

Piedra a piedra se alza, vigía de horizontes, con la savia de milenios que sus rocas trasponen, sus calles, laberinto que el pasado retuerce, susurran viejas gestas, la historia que florece. Del castillo, ruina altiva, el eco aún persiste, de moros y cristianos, la huella no se viste de olvido, sino de sombra, que danza entre sus muros, testigo mudo y noble, de siglos claros y oscuros.

La hoz, profunda herida que el Guadiela ha tallado, abraza con su verde el espíritu encalmado, tilos centenarios, quejigos y pinos salgareños, conviviendo con avellanos, arces, mostajos y tejos. Los venados, fantasmas que por sus sotos transitan, y los buitres centinelas, que los cielos habitan. Beteta, enigma geológico, poema de la tierra, donde la roca es verso y el tiempo se aferra.

No busques en sus plazas, bullicio de mercado, sino el murmullo eterno, del sosiego por ellas celado. Percibirás en el aire, el aroma de la leña, que apreciarás como bálsamo, y encontrarás gente buena, moldeada en sacrificio y trabajo.

Pueblo de gente valiente, corazón de serranía, magia en estado puro, un tributo a la poesía, que en cada ángulo retiene y eternamente mantiene, la esencia pura y hermosa, de la Cuenca encendida.


Costampla

ECOS

 Donde la toba es un lienzo ancestral,

y el pino vigía de porte señorial,

Beteta se yergue, remanso de paz,

en atrio del tiempo con alma especial.


Entre sus muchas callejas de piedra y de luz,

mi estirpe se afianza, mi génesis, mi cruz.

Desde el eco cavernal hasta el cálido abrazo,

son voces de néctar que colman mi ocaso.


Las risas que vibran en el viejo soportal,

las manos que cuidan con mimo leal,

la sabia sentencia, la fe inmaterial,

son savia perenne, manantial de mi caudal.


Villa que respira memorias sin fin,

con Rochafría en lo alto, centinela del confín.

Sus plazas de quietud, sus fuentes que entonan,

la brisa serrana que el espíritu corona.


Cada calle es reliquia, cada alero es afán,

los efluvios de la sierra que vienen y van.

Beteta es el crisol donde mi clan germinó,

el alma del mundo que en mí floreció.


Amigos de tertulia en las noches de estío.

En sus ojos la chispa, en su voz el abrigo.

Son ecos de gozo que el tiempo no olvida,

la mano tendida que amaina la herida.


Linaje, terruño y amistad, la esencia veraz,

en esta Beteta, mi edén de paz.

Unidos en fibras de amor y de luz,

tejiendo la vida, llevando mi Cruz.

Costampla