Por su interés, transcribo íntegro un artículo de Ana Puértolas publicado en el diario El Pais el 12 de febrero de 1984.
Piedra, mimbre y aguas milagrosas
La serranía de Cuenca, una ruta hermosa y fría para recorrer durante los meses de invierno
Al norte de Cuenca, embutidas en las absurdas, recortadas crestas blanquecinas de la serranía, poniendo fin a una carretera que no traspasa los límites provinciales, las tierras se pliegan formando un corto y estrecho desfiladero. Es la hoz del Beteta, un pequeño río que nace pocos kilómetros más arriba. Más allá, los desolados mundos del alto Tajo, sin más caminos que las aguas del río. Hacia abajo continúa la sierra entre bosques de pinos y paredes rocosas. Y remontando el curso del Cuervo, un lugar que fue sitio real y remedio de enfermos, el famoso balneario de Solán de Cabras.
Siguiendo la carretera nacional que atraviesa Priego, el hermoso pueblo que vigila desde lo alto las aguas del Escabas, da comienzo con todo rigor la llamada serranía de Cuenca. Tierra quebrada y casi impenetrable, helada hasta límites insospechados en estos meses de invierno, los más bellos para mí, sin embargo, los más apropiados para unos caminos que parecen haber sido hechos desde siempre para el frío. Es la época de la recolección del mimbre y el paisaje se llena de miles de haces rojizos a la espera de su elaboración. Mimbres y mimbres a la orilla de la carretera, en los estanques, junto a los huertos, en la puerta de las casas. Dicen que el mejor es precisamente el de este lugar, las tierras que van de Cañamares a Beteta, el que crece en plena serranía. Es, desde luego, el que tiene un escenario más hermoso. De hoz en hoz, desde el estrecho de Priego a la hoz del Beteta, y de río en río, se asiste a un verdadero despliegue de las fuerzas naturales.Cañamares aún se encuentra en la vega del Escabas, en medio de un paisaje inequívocamente serrano y duro. Y ya que con desfiladeros iniciamos el viaje, conviene desviarse unos kilómetros hacia Fuertescusa a través de un camino tan estrecho que parece imposible. Las paredes rocosas, cubiertas de verde, aprisionan de tal forma el curso del río, que el lugar ha merecido con toda justicia el nombre de Boca del Infierno. No otra cosa, desde luego, parecería ser: la sensación de ahogo y aprisionamiento eternos es innegable. Sin embargo, comotierra que es, tiene su fin tan sólo a cinco kilómetros más arriba. Kilómetros que habrá que desandar para volver a la carretera que se dirige, ya por campos menos amenazadores, a Cañizares. El espectáculo continúa. Las rocas de la serranía se retuercen en lo alto, desnudas, y figuran castillos inexpugnables. Abajo, más mimbre verdoso con reflejos cobrizos. Y, atravesada la población, otro río, el Cuervo, que se cruza por el puente de Vadillos. De nuevo habrá que seguir su curso tomando una desviación (el año pasado sin señalizar) que lleva hasta el famoso balneario.
Las aguas de la real fertilidad
La distancia se cubre en escaso tiempo, que se hace aún más escaso gracias a la hermosura del camino que bordea el río. A la llegada se comprende que todo no ha sido más que una preparación de los sentidos para enfrentarse con ese lugar en que se levanta el dieciochesco balneario.
En un claro del bosque se levantan los edificios, gastados ya, decrépitos, desolados en esta época invernal, perfecta postal romántica del balneario modelo, los mismos que se construyeran en 1777. Frente por frente, la hospedería y los baños, rodeados ambos de pérgolas en la espesa parra. El espectador más exigente no podría pedir más.
He leído en alguna ocasión que las aguas de estos manantiales fueron utilizadas con fines curativos en tiempos de la dominación romana.
Pero la agüista más ilustre fue, sin duda, María Amalia de Sajonia, tercera esposa de Fernando VII. El objetivo de su estancia era conseguir una fertilidad que hasta entonces se había hecho esperar. Sin embargo, parece ser que las aguas no lograron lo que su propia naturaleza le negaba, y la reina tuvo que partir sin que el manantial obrara el milagro.
La hoz del Beteta
En el mismo Vadillos, que se dejó de lado para acercarse a Solán de Cabras, muere el Beteta en manos del río Cuervo. A partir de ese momento, juntos, tomarán el nombre único de Guadiela. La carretera remonta su curso, corto y resquebrajado. Estamos ya en lo más duro de la serranía, cerca de los límites con Guadalajara. En las puertas de la terrible hoz del Beteta. Se entra a ella por una puerta de honor, a través de un arco abierto en la roca que recuerda a los triunfales. Es la inauguración del mundo de la piedra, la verticalidad y la nada. Abiertos los montes en una grieta retorcida, muestran sus entrañas, deformes y resueltas, cubriendo a trechos río y carretera, simulando caminos cortados, vías sin salida. La belleza adquiere sustancia telúrica, sin aditivos posibles, estremecedora y rotunda. Allá en lo alto se divisan, casi enanos, los pinos que cubren la superficie de una tierra que se muestra abajo a pecho descubierto.
Traspasado el desfiladero, superada la confesada claustrofobia, el mundo vuelve a mostrar su rostro amable en forma de bosquecillos, fuentes y merenderos. La población de Beteta -de origen romano- se extiende bajo un cerro, a sus mismas faldas, vigilada por las ruinas del castillo de Rochafrida, y cuenta con una hermosa iglesia del último gótico y notas platerescas y una conservada plaza mayor soportalada. Pueblo y castillo fueron bastiones durante la primera guerra carlista del ejército de Cabrera, quien se atrincheró en estas protegidas posiciones en el verano de 1839.
En el mismo Beteta muere la carretera, que, como los ojos del Guadiana, vuelve a surgir al otro lado de los límites provinciales, ya en Guadalajara, en Peralejos de las Truchas. Sin embargo, un par de caminos forestales en regular estado empalman con la comarcal que nace en Poveda de la Sierra. Siempre en tierras intransitadas, dominio de la soledad tierra de nadie.
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